Los días transcurrían con cierta parsimonia en aquella parte del país, donde el ritmo de la ciudad quedaba lejos y el humo de las industrias cedía parte de su espacio al aire. Esa semana de descanso se había convertido en un pequeño oasis. Y, pese a que no hay zona del desierto segura durante una tormenta de arena, él se sentía algo más tranquilo. Tras años lejos, era muy posible que en apenas unos meses tuviera que volver al pequeño pueblo que lo vio crecer, convertido hoy en el dormitorio de los funcionarios y obreros que mantenían el país y en el campo de cultivo de los traficantes y pícaros que hacían lo propio con sus gentes.
En parte, la idea le aterraba pero, en realidad, estaba demasiado acostumbrado a vivir con miedo. Aquello le producía una sensación hasta cierto punto masoquista, puesto que la desazón era, en ocasiones, su zona de confort: el único lugar en el que podía sentir que todo aquello que percibía era real, sin importarle que las causas de su tristeza no lo fueran. No era feliz, pero ese escondite le había ayudado a vivir durante más de veinte años en un mundo que no podía sentir como cualquier otra persona. Allí podía sentirse mal, podía llorar, podía encontrar una vía de escape a los momentos tristes, y también a los momentos felices. La existencia de estos últimos parecía estar siempre en el aire.
En ocasiones, sin embargo, empezaba a sentir miedo del propio miedo. Por algún tipo de relación matemático-mental, el miedo al miedo le sumergía en la realidad con una fuerte zambullida, y todo lo que normalmente parecía difuso comenzaba a tener entidad propia, a ser absurdamente concreto, a estar dotado de sentido. Y, si había algo que le aterraba más que cualquier otra cosa, era sentir el yugo de la realidad. Sentir la vida, y comprobar que su percepción equivocada era real.
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