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Foto del escritorJavier Cone

Genève, ville internationale

La ciudad helvética ofrece dos mil años de historia impregnados en la mezcla de culturas, el valor de sus organizaciones y un mágico encanto suizo.


Por Javier Conejero.

“La única costumbre que hay que enseñar a los niños es no seguir ninguna”. Con esta frase ilustró Jean-Jaques Rousseau, el ginebrino de nacimiento más célebre de la historia, su pensamiento innovador y humanista. Su ciudad natal aún lleva impresos estos valores, que se funden con la paradoja de la internacionalidad y el encanto como lo hacen el frío invierno y el cálido chocolate suizo.


Ginebra es conocida como la capital internacional de Suiza. Cabeza de una sucesión de entidades sólo entendibles bajo el particular sistema organizativo de la Confederación Helvética, la ciudad ha sabido no sólo convertirse en todo un centro político y económico a nivel mundial, sino en uno de los destinos turísticos más importantes de la Europa continental. La ville internationale ofrece infinidad de maneras de conocerla, de involucrarse en sus contrastes y enamorarse de sus calles empedradas, sus jardines imposibles y su cultura ligeramente afrancesada. Con la disposición de perderse y aprovechando las ventajas locales para el viajero, no es difícil dar con un itinerario interesante que, incluso, haga olvidar la evidente diferencia de precios y poder adquisitivo.

Frialdad y calidez a partes iguales

Dicen que la temperatura de Ginebra es considerada cálida en el resto del país, pero la sensación para el viajero español será distinta, especialmente si se llega tras la puesta de Sol. Gorro, guantes y bufanda se convertirán - con permiso de un buen abrigo - en los mejores compañeros a lo largo de los días que dure nuestra estancia en la ciudad. El transporte público también ayudará a evitar los paseos a ciertas horas del día y, a lo largo de toda la noche.

Aunque la temperatura media roza los cinco grados durante los meses de noviembre, diciembre, enero y febrero; la nieve y el ambiente invernal compensan las pocas horas de sol y el frío casi permanente.


Autobús, tranvía y el siempre curioso trolebús forman la red de TPG, la empresa municipal de transportes. A iniciativa de los departamentos de turismo suizos, su uso es gratuito para cualquier visitante hospedado en un alojamiento de la ciudad. Esta medida puede resultar interesante, pero menos que la primera anécdota de la que nos percatamos a las pocas horas de iniciar nuestro viaje. Los residentes tienen obligación de adquirir sus billetes para el transporte público en las máquinas expendedoras que se encuentran junto a cada parada. Sin embargo, el conductor no solicitará este pasaje en ningún momento del trayecto. Sólo puede hacerlo un revisor, pero dicen los ginebrinos que su presencia es bastante escasa. Obviamente, resulta casi imposible ver a un ciudadano subir al bus de turno sin adquirir su billete con anterioridad, y nos mirarán con sorpresa al preguntar si nunca han pensado en utilizarlo sin pagar. Ocurre algo muy similar con los puestos de prensa.

Ambos elementos forman parten de esa forma de ser, abierta con el visitante y comprometida con la propia riqueza de la ciudad que, a fin de cuentas, es la herencia de todos y cada uno de los ginebrinos de nacimiento u adopción.


Una identidad forjada en la Historia

Genava, una urbe de la Galia Narbonense romana, fue el primer asentamiento latino en la ciudad. No obstante, sus orígenes se remontan a los celtas alógrobes, vencidos por César y sometidos al imperio.

Décadas después de la entrada de los francos y otros de los pueblos llamados bárbaros, Ginebra se convirtió en la capital del Reino de Borgoña, hasta que en el siglo IX se adhirió al Sacro Imperio Romano-Germánico. En el seno de los autoproclamados herederos de Roma, Ginebra gozó de un auto-gobierno relativamente libre ejercido por sus obispos. La población se sublevó en varias ocasiones contra el poder de la Iglesia, primero, y posteriormente de la nobleza. No fue hasta que se firmó una unión con Friburgo y Berna - actual capital suiza - cuando la ciudad adoptó un sistema religioso inspirado en la Reforma de Lutero. Este hecho cambió su concepción para siempre.

Juan Calvino y Guillermo Farel protagonizan y dirigen la etapa más prolífica de la ciudad. Fruto de ella, nace la Ginebra internacional, una república teocrática que acoge refugiados y asilados reformistas de toda Europa. La ciudad se convirtió en el principal foco de expansión del calvinismo y en la semilla de movimientos como el puritanismo inglés y norteamericano.

La Francia revolucionaria anexionó Ginebra hasta el fin de Napoleón, a principios del Siglo XIX. Poco después, la ciudad se integra en la Confederación Helvética para formar Suiza.

Uno de sus mayores periodos de esplendor coincidió con la capitalidad de la Sociedad de Naciones desde su fundación hasta su desaparición. Fue entonces cuando las Naciones Unidas tomaron el lugar como una de sus capitales a nivel mundial.


Los llamados Acuerdos de Ginebra, firmados en la ciudad, le han valido uno de sus sobrenombres, Capital de la paz. Países del sudeste asiático, oriente medio y sudamérica firmaron convenios con diferentes potencias europeas, lo que permitió apaciguar ligeramente la situación de estos países y culminar un importante número de procesos coloniales.


Una ciudad de dos mil años

El legado social, cultural y arquitectónico de esta historia internacionalizada se deja notar en los diferentes conjuntos turísticos de la villa. Ciudad Vieja, el muro de los reformadores, la Catedral de San Pedro, los monumentos conmemorativos o la misma Universidad de Ginebra, fundada por Calvino, dan cuenta de ello.


La piedra invade el casco antiguo, llamado Ciudad Vieja. Un arsenal de tiendas típicas, galerías de arte y edificios olvidados en la historia nos harán perder durante unos momentos la noción de esa Ginebra abierta, global e incluso vanguardista. Sin monumentos especialmente famosos, las a veces angostas calles poseen la belleza y el espíritu suficiente para que nos entreguemos a ellas a lo largo y ancho del que, dicen, es uno de los cascos históricos más grandes de Europa.


En uno de los extremos de esta Vielle Ville se encuentra la Catedral de San Pedro - Cathédrale Saint-Pierre en francés -, oficialmente datada en el siglo XII. Algunos ginebrinos, sin embargo, se hacen eco de los descubrimientos llevados a cabo hace unos años, que sitúan su origen en la ciudad romana. Su particular evolución arquitectónica impide que pertenezca en su totalidad a ningún estilo de construcción. El interior es en gran medida sobrio, como cabe esperar de una iglesia reformista. Acoge no sólo una silla utilizada por el mismísimo Calvino, si no las luces, sombras y ecos de sus sermones, salmos y plegarias. Saint-Pierre es, en efecto, la iglesia madre del protestantismo calvinista; el templo en el que el ginebrino de adopción por excelencia consolida su profunda relación con Dios e impone la particular doctrina que lo lleva a la posterioridad. Dice la historia que, en esta misma catedral, llegó a ofrecer su vida por su fe, al negarse a dar la comunión a un poderoso noble libertario - o libertino, diría Calvino- que acudió al desafío incluso con hombres armados. Desde el exterior, San Pedro es un edificio imponente, más que por su tamaño, por su enorme carga simbólica. Las altas columnas de estilo neoclásico situadas a la entrada nos harán empequeñecer incluso antes de penetrar en la catedral, conforme la gran plaza se hace minúscula frente a la sombra del templo.


Los monumentos conmemorativos

En el Parque de los Bastiones se encuentra otros de los monumentos religiosos más conocidos de Suiza. Se trata del Monumento Internacional de la Reforma, más conocido como Muro de los Reformadores. El omnipresente Calvino, Guillermo Farel a su izquierda, y Teodoro de Breza y John Knox a su derecha, se alzan sobre este muro de casi cien metros de largo y cinco de alto. Se trata de las cuatro figuras clave que participaron en el reformismo ginebrino: su principal impulsor; el activista y gobernador de la ciudad; el sucesor de Calvino y rector de la Universidad; y, por último, el principal difusor de las ideas nacidas en Ginebra, especialmente en Escocia y de manera posterior en el nuevo mundo.

Otras conocidas figuras del protestantismo mundial y una estrella que representan a Lutero acompañan a las estatuas principales y a la inscripción en latín Tras las tinieblas, la luz.


Existe otro gran monumento conmemorativo en Ginebra, aunque en este caso se trata de un mausoleo. El excéntrico, talentoso y adinerado Duque de Brunswick, alemán perseguido en su tierra, habitó durante buena parte de su vida en la ciudad suiza. Al morir, dejó una enorme herencia a la villa, si bien su testamento establecía una curiosa condición para recibirla: la construcción de un mausoleo portentoso, ubicado en un lugar conocido y diseñado por un importante artista de la época. Así nació el Mausoleo Brunswick, una construcción digna de un rey. Los ginebrinos lo siguen recordando como el precio que hubo que pagar por lo que luego supuso una enorme ayuda para la ciudad. Para el viajero, la primera visión de este particular conjunto será sin duda uno de los grandes recuerdos de su visita.


La ciudad de las organizaciones

Si por algo es reconocida Ginebra entre otras ciudades europeas, es por la enorme cantidad de organizaciones internacionales que tienen su sede en ella. Cruz Roja, ACNUR, la OMS o algunos departamentos de las Naciones Unidas, han convertido a la urbe en todo un centro político y social a nivel mundial.


El Palacio de las Naciones, antigua sede de la desaparecida Sociedad de Naciones, acoge en la actualidad la segunda base global de la ONU. Ubicado en la plaza homónima, el palacio es sin duda uno de los lugares más llamativos y bellos de la ciudad. Tras pasar algunos controles, podremos acceder a una de las visitas guiadas en francés o en inglés, lo que nos facilitará el acceso a los enormes salones de conferencias, incluida la sala principal y su retablo de madera. Además de conocer el edificio, tendremos oportunidad de descubrir algunos de los entresijos y, ante todo, la desconocida utilidad de la facción europea de las Naciones Unidas.

A lo largo de la más de media hora de recorrido, nos encontraremos con varias exposiciones temporales de gran valor - como una que recogía portadas de la prensa mundial en tiempos de la II gran guerra -, y una sucesión de obras de arte donadas por los países miembros a la sede. La colección en homenaje a la no proliferación de las armas nucleares; la gran esfera de metal de los jardines; o la impresionante cúpula de la Sala de los Derechos Humanos, decorada por Miquel Barceló a petición del estado español.

En las cercanías del palacio, entre este y la sede del Comité Internacional de la Cruz Roja, encontraremos la silla de tres patas o la estatua en honor al líder político y pacifista indio Mahatma Gandhi.


Cruz Roja es, en efecto, la otra gran organización con sede en Ginebra. Desde su fundación en la propia suiza, en 1863, la institución y su movimiento de voluntariado se han consolidado en todo el mundo como la gran ONG en materia de paz y derechos humanos. A través de sus marcas principales - Cruz Roja y Media Luna Roja - y tomando la imparcialidad y el respeto a la vida y la dignidad humana como únicos principios básicos, ha intervenido en algunos de los principales conflictos mundiales aportando ayuda humanitaria.

La sede mundial de Ginebra ofrece una interesante visita por el llamado Museo de la Cruz Roja, que recoge importantes documentos, esculturas y representaciones que suponen una prueba misma de la vida y la dureza de los elementos más críticos de la humanidad: guerra, hambre y emergencias naturales. Además, supone un tributo a la obra de los millares de voluntarios y socios de la organización a lo largo de sus más de ciento cincuenta años de historia.


Un jardín botánico en la nieve

Las bajas temperaturas invernales no han supuesto un problema en la creación del entorno natural y botánico ginebrino. De hecho, la ciudad consta de numerosos parques y lugares consagrados al color verde, que durante algunos meses se funde con el blanco.


Quizá el lugar más curioso para el viajero sea el Jardín Botánico de Ginebra. Consta de varios invernaderos habitados por toda clase de plantas tropicales, desde árboles del cacao hasta hierbas medicinales. El asfixiante calor de estos palacios de plástico y cristal contrasta durante los meses fríos con el exterior. No obstante, ni la nieve supone un problema para el anhelo globalizador de la ciudad y su jardín. Todo el recinto se encuentra repleto de flores, en ocasiones protegidas incluso con mamparas de vidrio; y de numerosos lagos que acogen plantas acuáticas y pequeños animales. Aunque sólo podremos disfrutarlo en su totalidad en los meses anteriores a las nevadas, el blanco aporta un valor único a este pequeño espacio para los sentidos y la naturaleza.


Otro ejemplo de parque típico es el Jardín Inglés, que combina una serie de elementos propios de Suiza y Ginebra, tanto en lo ideológico como en lo simbólico. Uno de estos elementos es el llamado monumento nacional, estatua representativa de la unión entre la República ginebrina y Helvetia para formar el actual país que todos conocemos. Dos mujeres guerreras personifican a las entidades políticas que se integraron en 1814, hace casi doscientos años.

Pero si algo destaca en Les anglais es el reloj más grande del mundo. No podía faltar en la ciudad una referencia a uno de los activos turísticos e identitarios de la confederación y de la villa. Nuevamente, el reloj parece una mezcla imposible entre naturaleza e ingeniería; y es que L´horloge Fleurié está decorado con césped y una importante cantidad de flores y plantas. Este factor le da un aspecto muy agradable tanto en primavera como en invierno, cuando la nieve hace de las suyas y se cuela en los casi dieciocho metros de circunferencia.


El agua

Si la vegetación es un elemento vertebrador de Ginebra, el agua es sin duda otro de sus pilares. El Lago Lemán, que también recoge el nombre de la ciudad, fue clave en el establecimiento de la villa celta y romana. Hoy día, es uno de los principales centros turísticos y económicos de la ciudad y el cantón, además de ser el mayor modulador de su clima.

La extensión del Lemán es tal que toda Ginebra parece asomarse a él, en un intento de llamar a la vecina francesa, Lausana; de enamorarse en sus paseos o de reflejar el pasado en sus aguas. Es habitual verlo repleto de embarcaciones pesqueras o turísticas. Los cisnes y patos recorren sus orillas socializando con visitantes y nativos, mientras la niebla asciende y sumerge a la ciudad en un blanco muy diferente al de la nieve invernal.


En pleno Lac Léman se ubica la fuente más conocida del país, el Jet d´Eau o Chorro de Agua.

Con sus más de cien metros de altura, supone un juego de luz y agua que, durante el día, produce un arco-iris, mientras que durante la noche es iluminada y da vida al lago. Sólo se activa en un horario determinado y entre los meses de marzo y octubre, en función del tiempo atmosférico. Esto no le impide haberse convertido en todo un orgullo para los ginebrinos y en uno de los signos de identidad de la ciudad.


Interculturalidad

La población de Ginebra está compuesta por una dinámica mezcla de suizos - que a su vez se dividen en función de la lengua materna -, inmigrantes europeos, asiáticos y latinos; además de los cientos de trabajadores de las diferentes organizaciones o empresas internacionales. Esto convierte a la ciudad en un lugar cosmopolita y abierto al fenómeno de la interculturalidad.

Restaurantes de comida étnica, una curiosa mezcla idiomática, y representaciones culturales que trascienden la nacionalidad y el propio concepto de grupo social se reflejan a la perfección en la mayor parte de barrios de la villa.


Entre ellos, destaca Las Grutas o Les Grottes, conocido como el barrio de Los Pitufos por sus particulares edificios y estructuras. Se trata de un gran conjunto de casas curvadas, complejos al más puro estilo Gaudí y colores imposibles fundidos con graffitis. Tal y como sugiere su aspecto, durante un amplio periodo de tiempo acogió a artistas vanguardistas y bohemios. También se le conoció como una importante comuna hippie décadas atrás.

Pese a dar la impresión de ser una ciudad global y aséptica, el mestizaje cultural de Ginebra nos hará más fácil perdernos por ella e interactuar con todo tipo de grupos y personas incluso si no conocemos el idioma francés.


Noche y comercio en Ginebra

El alto nivel de vida de Suiza se deja notar en la ciudad, que además dispone de numerosas tiendas y delegaciones de las más importantes firmas de moda y joyería del mundo.

La zona de compras, que se vertebra en torno a la calle Cruz de Oro, manifiesta de nuevo el carácter diverso de Ginebra. Las marcas más exclusivas son vecinas de las cadenas destinadas al gran público; las joyerías conviven con las jugueterías, y las boutiques de Chanel se pueden ver desde el transporte público que cruza la calle de arriba abajo.


Las relojerías también son un signo de identidad de la ciudad. En honor de esta industria local se construyó el Reloj Florido, en reconocimiento a la aportación económica, turística y social de un sector que, con el tiempo, se ha centrado en el mercado de alto standing. Algunas relojerías artesanales ofrecen una visita más que interesante, e incluso existe una ruta turística que recorre los comercios y monumentos basados en los relojes.


La noche en Ginebra es una gran desconocida, pero incluso los fines de semana más fríos, los diferentes pubs, bares y discotecas están repletos de jóvenes y no tan jóvenes. Existen varias marcas de bebidas alcohólicas originarias de Suiza, que parecen ser las grandes estrellas en estos lugares. El precio medio de una salida es superior al de otros países, especialmente si lo comparamos con España.


Chocolate suizo

No podemos acabar este viaje sin degustar los sabores de Ginebra. Sabores que combinan lo étnico con lo puramente suizo y con la gastronomía más afrancesada.

Comer fuera en la ciudad no es precisamente barato, pero buscando un poco podemos encontrar precios que merezcan la pena.

Unas crepes - en Suiza se toman para cenar - en el casco antiguo, un café en Carouge, o un plato asiático en las plazas del barrio comercial aportarán ese punto extra a nuestro viaje.

Ahora bien, estamos en el país del chocolate, y Ginebra no se queda atrás. Ya sean modernas chocolaterías de grandes escaparates, o pequeños negocios escondidos en algún recoveco, las delicias dulces de la villa harán la boca agua a los más golosos. De nuevo, el precio del chocolate recién elaborado puede resultarnos caro, aunque el placer de probarlo será una de las experiencias de la aventura en la ciudad más internacional de Europa.


Ginebra es, en todos los sentidos, un lugar para visitar. Un lugar que nos hará sentir en muchos lugares, diferentes y un conjunto de lugares que se reúnen en un solo lugar.

Es una ciudad que mira más allá, sin dejar de ojear su particular historia y el compromiso de acogimiento y paz que han ido configurando su sociedad, cultura y economía.



Como decía Calvino, “No hay un poco de brizna de hierba, no hay color en este mundo que no tenga la intención de hacer que los hombres se regocijen”. De la misma forma, no hay detalle en la ciudad que no parezca ligeramente planificado para el disfrute de aquellos que quieran descubrirla.

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